lunes, 30 de junio de 2014

Pérdidas sincrónicas

por Fátima GalBos

Hace tres años falleció una de las personas más importantes en mi vida. Mi abuela. Tuvimos una relación turbulenta, mucho más parecida a la de madre e hija, que a la de abuela y nieta. Una vez, varios años antes de su partida, me dijo, "no quiero que nadie llore en mi funeral". Cuando el día irremediablemente llegó, no lloré. Aullé. Grité. Morí, también, en algún sentido. Un mes después, el 27 de junio, murió un gran profesor de mi universidad. Jamás había conocido a alguien como él. Fue el primer maestro en decirme que mi escritura no bastaba, que había que pulirla, perfeccionarla, corregirla. Me retaba, todos los días. Me decía que debía ser mejor. Me impulsaba fuera de mi zona de comfort; me impedía caer en la mediocridad. También me permitía expresarme por completo en clase y fuera de la misma, incluso cuando era para retarlo, corregirlo. Era una persona que había trascendido el ego; no le importaban las superficialidades de la percepción humana, sino su misión como tutor, como maestro, como persona. Cada vez que escribo, pienso en él. En sus consejos y lecciones. Siempre recuerdo sus últimas palabras a mi: "Fátima, deberían existir más estudiantes como tú". Gran honor, que pensara eso de mí. Inmerecido, ¿quizás? No lo sé. No pretendo saberlo. Su partida fue abrupta, inesperada, lamentable. Dos años después, exactamente el mismo día, 27 de junio, murió mi madre biológica. Y un año después, el día de ayer, 29 de junio, murió mi tía abuela. A veces pienso que el universo tiene un sentido del humor perverso. No he experimentado otras pérdidas, en toda mi vida, más que estas cuatro que comento. El asunto me recuerda a una película que habla sobre las coincidencias, y que clama: éstas no existen. Quiero pensar que esto no es verdad. Que sí existen las coincidencias y que el azar matemático es el responsable de que sucedan. Pero me resulta imposible evadir los pensamientos inquisitivos y contenerme de levantar una ceja curiosa. Cada pérdida ha sido distinta y contrastante, pero todas son pérdidas, al fin y al cabo. Unas duelen más que otras. Ayer, mi dolor no era tanto mío, sino el dolor de mi abuelo. De verlo triste; de saber lo que representaba para él. No importa. Pérdidas son pérdidas. 

Hoy, revisando mis cuadernos, encontré algo que escribí justo después del funeral de mi profesor. Decido compartirlo. Seguramente, alguien se identificará con el sentimiento, con su esencia. Quizás, alguien más, allá fuera, se sienta perseguido por las coincidencias, por el azar, y por la inexplicable urgencia humana de encontrar sentido.

27 de junio de 2011

Me he acercado. Por fin, llegué hasta el féretro. Es la segunda vez en unos cuantos días. Soy fuerte, ¿qué no? La muerte me ha inyectado con la vacuna que es perder a un ser querido, por primera vez, y que prepara al cuerpo para subsecuentes pérdidas. ¿Querido? Amado, malentendido, peleado, perdonado...

¿Realmente estás ahí? ¿Eres tú, adentro de ese capullo abandonado? ¡Qué digo! Es usted...

Volteó y miro a mi alrededor. Observo de lejos lo que hace semanas viví, con la carne enrojecida, expuesta. La gente que llora caudales de lágrimas. Regreso la mirada al féretro y me doy cuenta de las gotas. Las malditas gotas sobre el vidrio; tan bellas, tan profundas. La suciedad más incólume; nadie se atrevería a limpiar aquella superficie cristalina y remover la máxima expresión del dolor. Aquel vidrio separa de manera concluyente e irrefutable la existencia de los vivos de la de los muertos (porque, invariablemente, existen). 

Recuerdo la rabia que me provocaba. Las ganas de arañar el vidrio con las uñas. Las ganas de escarbar desesperadamente hasta el fondo del ataúd, de tomar al fallecido y darle el soplo de la vida. De espantarle la muerte a sacudidas. 


Yo entiendo. Comprendo a los que, en lugar de llorar, berrean. Cuando yo lo hacía, sentía que nadie me entendía. Ahora comprendo que a los plañideros simplemente no se les puede entender. No realmente. 


Y, ¿qué pasa con los sueños, pensamientos y sentimientos?

¿A dónde van? ¿Dónde están?
¿Los puedes agarrar con las manos?
¿Los puedes jalar, cual hilos entretejidos de una tela desvanecida?
¿Te los puedes robar, correr con ellos, cual gato con ratón, con lagartija?

Corres, te los llevas, te los robas.

Te apresuras a entrelazar con ellos mil y un cadenas de plata. 
Porque quieres traer colgado sobre el pecho, cerca del corazón, lo que ya se ha ido.
Y yo... Yo los quiero guardar (a los difuntos) en un saquito. En una bolsa que al abrirla me aviente en la cara el aroma de la vida y no el de la muerte. Quizá, su esencia se transforma en tatuajes permanentes, que perforan el cerebro, lo queman, imprimiendo las verdaderas cicatrices del recuerdo. 

¿A dónde fue ella? ¿A dónde fue usted? Parece que muy lejos. O que están aquí. Susurrándome, hablándome, gritándome palabras que no dejo de escuchar...

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