Todo comienza con
una mentira. Contigo se trataba de sueños y de lugares mágicos. Como cuando me
llevabas a Egipto. No importaba que hubiera pasto, ni altos árboles con sus largas
y reconfortantes sombras, en lugar de palmas abandonadas entre kilómetros de
arena. No importaba que mi mano se paseara por las curvas en bajo relieve de
una serpiente emplumada en lugar de una cobra. Yo estaba en Egipto. Gracias a
ti.
Cierta primavera,
descubrimos a los pájaros. ¿Te acuerdas? Guacamayas, periquitos y cacatúas que
usaban patines y otros juguetes a su tamaño. ¡Qué gran maravilla! Y nosotros de
colados, viendo los ensayos en el teatro al aire libre. Por supuesto, jamás
olvidaré a mi amigo, el tucán. Sí, yo sé que tú no has olvidado la felicidad pura
en mi rostro cuando él se acercó a mí. “Mi amigo, el tucán”. Así lo llamaste,
desde entonces.
Las tardes eran
infinitas a tu lado, a lo largo de mi tierna infancia. No había nada más
hermoso que el sol escarlata, y la suave brisa húmeda que viajaba desde la
bahía. Las noches en la alberca parecían ocurrir en otro planeta; en una
dimensión lejana donde no existía otra cosa más que estrellas reflejadas en un
espejo de agua que se extendía a nuestro alrededor, hacia la inmensidad.
Una memoria me
persiguió por muchos años. Supongo que era muy pequeña, cuando una primavera, me
llevaste al club. Era el ocaso y recuerdo poco de lo sucedido en las horas
previas. Pero me acuerdo del mar de flores de color rosa. Recuerdo que la brisa
mecía (muy suavemente, como si les susurrara) las copas de esos extraños
árboles rosados. Tú estabas lejos, muy lejos, parecía. Y yo bailaba sobre los
pétalos, como la princesa de un país fantástico, donde todo poseía la misma
palidez rosácea. Me pasé los subsecuentes días dibujando la escena, al tiempo
que soñaba despierta en medio de la clase. Sólo que en mi dibujo, ¡los pétalos
llovían a cántaros! Recuerdo que mi maestra quedó fascinada con la ilustración
y la conservó. Yo me quedé con el recuerdo, pero eventualmente me convencí de
que aquello había sido una fantasía, ya que no volví a encontrar árboles rosas
por ninguna parte.
Los años pasaron.
Hasta que un día, me topé con una serie de fotografías de los cerezos que
florecen en los parques y calles de Japón. ¡Mi fantasía era verdad! Aunque no
existieran ejemplares así en México. En algún lugar del mundo, yacía mi tierra
de ensueño. ¿O acaso era tu tierra de
ensueño? Tu voz es mi voz interna. Tu corazón enseñó al mío a latir. ¿Cómo
puedo yo saber si los pensamientos eran tuyos o míos? Quizás existen, más allá
de nosotros, en un jardín que compartimos. En ese amplio y vasto jardín donde
habita todo, pero que ya no puebla nadie.
Una mañana de
marzo, íbamos juntos, camino a la secundaria. Y ahí, frente a nosotros, yacía
una visión mágica: el árbol rosa. “¡Nombre! Mira nomás, qué cosa tan bonita”,
fue lo que dijiste. Más tarde, al regresar de la escuela, tenías la respuesta a
la pregunta que había distraído mi mente todo el día: Árbol Primavera, les llamaban.
Pronto, descubrimos que en Cuernavaca, aquello era algo común. Y entonces, las
calles se volvieron ríos de color rosa, que a veces desembocaban en grandes
cauces a donde también iban a parar los pétalos morados de las jacarandas. La
explosión de color que se esparcía por la ciudad era el manto que protegía
nuestro mundo. Nuestro mundo de mentiras.
Porque cada
primavera, tú me contaste una mentira. Una dulce, y perfecta mentira, repleta
de amor. Hoy, los árboles florecen en tu ausencia. Mas son tuyos; eres tú. La
música que llegó el día de mi cumpleaños, como un presente… El regaño que a
veces escucho cuando desespero… El embeleso que es verte a ti, reflejado en
todo atardecer. Gracias, Abuelito, por cobijar mi vida bajo un cálido manto de
pétalos de color rosa.
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