jueves, 10 de abril de 2014

Un sueño


El maestro notó la ausencia de mi atención. Mi mirada ensoñadora le debió haber resultado evidente. Quizá por esto, demandó que defendiera la existencia de aquellas vidrieras dentro del salón de clases, cuando lo único que hacían, en su opinión, era distraer a los alumnos. Aún hipnotizada por el intenso y brillante fulgor del vidrio entintado de rojo y amarillo, que abofeteaba la vista humana con violencia, respondí que la experiencia creativa requería de estímulos externos y que, sin éstos, la inspiración raramente llegaría. El profesor pareció molesto con mi réplica; quizá porque había creído, en un principio, que yo no sabría cómo otorgarle una respuesta; o tal vez era, simplemente, su reacción ante el barullo que mis palabras habían desatado entre mis compañeros. De cualquier forma, sucumbí una vez más ante la incitación irisada de los vitrales, desviando mi mirada nuevamente, lejos del hombre. 

La clase terminó, y me levanté del pupitre corriendo, para asomarme por uno de los escasos cristales translúcidos y acromáticos, al otro extremo del cuarto. Algunos compañeros me imitaron. Vimos, entonces, a una parvada de pájaros que sobrevolaba los techos góticos del recinto. Parecían librar una batalla, allá, a lo lejos, bajo el lóbrego firmamento. De pronto, las aves se enfilaron coléricamente hacia la ventana, cual humareda enardecida. Nos hicimos a un lado en el momento preciso en que los enormes pájaros atravesaron el ventanal, despedazándolo. Al parecer, huían de algo, despavoridos. Cruzaron el salón y arremetieron contra otro vitral, haciéndolo añicos de la misma forma que con el anterior. Al otro lado del hueco en la ventana, se asomó un mar turbulento que se alzaba contra el cielo ennegrecido. 

El nivel del agua era tan alto, que se filtró por la ventana rota, inundando parte del recinto, al tiempo que la interminable parvada continuaba su escapada. Un par de aves aterrizaron sobre el agua, y entonces vimos que se trataba de hermosos cisnes. Las madres ayudaron a sus polluelos; los agruparon, los contaron; los empujaron con sus grandes picos, como pidiéndoles que aceleraran el paso. Pronto, el enemigo se hizo visible; resultó ser un grupo de cisnes machos, quienes enseguida picotearon a los indefensos polluelos, desplumándoles la cola, mientras que sus madres gritaban y sollozaban, impotentes, pero aguerridas. Aterrada, yo deseaba ayudar, pero algo me detenía. Finalmente, la parvada pasó, y los gemidos y aleteos fueron suavizados por la distancia. 

Justo cuando lográbamos sacar casi toda el agua del salón, una joven se acercó a mi. Mírala, me dijo, señalando una estatua de mármol blanco que describía las curvas entorpecidas de una mujer cuyos miembros se hallaban entrelazados con el cuerpo de una gigantesca boa. ¿Qué tiene?, le pregunté. Es como si hicieran el amor..., respondió la chica; ¿No te parece algo bizarro? Entonces, observé la estatua con detenimiento. No pude evitar sentir una provocación grotesca y, a la vez, exquisita. Permanecí callada, sin ofrecer réplica alguna. Ella esbozó una sonrisa cómplice y juguetona.


Fin

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