Por Fatima GalBos
Ayer, al tiempo que te daba de
comer croquetas molidas a través de una jeringa, me miraste a los ojos. En tu
mirada leí, “ya, por favor. Basta. Déjame
ir.” Con cada uno de tus quejidos, fueron creciendo los caudales de mis
lágrimas.
Te vi más pequeña que de costumbre, demasiado frágil, pero nutrí mis esperanzas
en el conocimiento de tu gigantesca fortaleza. ¡Tantas fueron las veces que ante
situaciones difíciles habíamos salido triunfantes!
Recuerdo el esfuerzo inmenso que
te costó acoplarte a una vida de mimos y cariño desmesurado. Se hizo evidente
que estabas acostumbrada al maltrato, en aquel horrible lugar del cual te
trajimos. Tus primeras semanas fueron un constante aprendizaje para los cuatro:
para tus dos padres humanos, para ti y para tu nuevo compañero, Vlad. Pero
vaya, ¡qué decir del recibimiento de Vlad! Más que aprendizaje, fue una
revelación.
Vlad era un hurón, tal como tú,
pero la vida en nuestra compañía siempre parecía sentarle de maravilla. Yo lo
creía el ser vivo más feliz y consentido sobre la Tierra…Hasta que te conoció.
Fue en ese momento cuando supe que siempre le había hecho falta alguien: tú.
Desde
que te olfateó hasta que abrimos la cajita de cartón donde venías, no paró de
temblar de emoción. Tú, necia -como fuiste hasta el final de tus días- te
sentiste abrumada por sus lengüetazos desaforados. Ese día lloré de la
conmoción: fue la confirmación contundente de que la felicidad y el amor no son
ni característicos ni exclusivos de la naturaleza humana.
Desde entonces, él te acunaba
para dormir, sin excepción alguna. Y tú, tan pequeña, cabías perfectamente,
echa una bolita de algodón. Después llegaron nuestras batallas para que te
acostumbraras a todo: a los baños de agua caliente que a Vlad le encantaban. A
los viajes en auto que terminaste amando. A nosotros, esos dos humanos que
nomás no acabábamos de encajar en tu mundo.
Dudábamos un poco de tu
felicidad, pero tu amor hacia Vlad se hizo palpable el día que regresó a casa
después de una cirugía. Debíamos separarte de él hasta que sus puntos
cicatrizaran. ¡Cuál fue nuestra sorpresa cuando te descubrimos metiendo la
cabeza entre tus propias garritas, gruñendo de frustración! “¿Qué es ese ruido? ¿De dónde viene?”,
nos dijimos tu papá humano y yo mientras buscábamos la fuente de aquel sonido
que no habíamos escuchado antes.
Miedosos, te regresamos con él;
aprehensivos ante la posibilidad de que le hicieras daño. En cambio, lo
abrazaste con delicadeza y dejaste de jugar con él por semanas, como si
entendieras perfectamente –no pretendo saber cómo- que se encontraba en
recuperación y que no podría aguantarte el paso al que estabas acostumbrada.
Luego, mucho tiempo después, él
se fue. Solito. Una noche, me miró a los ojos y supe que quería morir en mis
brazos. Recosté su cabeza sobre mi corazón y nos dormimos juntos, con papá humano
haciéndonos compañía a un lado. Constantemente despertaba, preocupada por el creciente
esfuerzo que le costaba respirar, pero en algún momento de la madrugada me
quedé profundamente dormida.
Soñé que Vlad se me escapaba de
los brazos y se ponía a retozar, juguetón. Alarmada de que se hubiese caído de
mi pecho, me desperté de súbito. Pero su cuerpo estaba frío. Sus ojos abiertos,
clavados en mí para siempre. Papá humano dice que aquel sueño es un indicio de
que ya estaba bien, jugando nuevamente, en el más allá.
En aquella época, nos preocupamos
mucho por ti. Si habías enfurecido de tal manera cuando te separamos de él
después de su cirugía, ¿qué pasaría ahora, cuando no podíamos regresártelo de
ninguna forma? Pero misteriosamente, estuviste bien. Adoptaste una tranquilidad
antes desconocida para nosotros. Y, a veces pienso, que comenzaste a vernos más
como un par de hurones gigantes que como esos extraños humanos que te daban de
comer.
Nuestra relación se hizo cada vez
más estrecha. Principalmente –ni modo, hay que aceptarlo- con papá humano. Nada
más se le acercaba otra mujer y enloquecías. (¡Más que yo! ¿Cómo podía ser eso
posible?) Te frotabas contra su ropa para que oliera exclusivamente a ti. Y aunque
no desaprovechábamos las oportunidades para ponernos celosas una a la otra, no
era más que un simple juego, porque en secreto éramos las mejores amigas.
Me cuesta trabajo hacerme a la
idea de que ya no estarás aquí para escucharme cantar. Sin importar la calidad
de mis ensayos, tú despertabas y te colocabas en posición atenta. Tú, mi infalible audiencia. El violín no te gustaba tanto. Al piano le dabas…Como
un 7 de 10. Eras mi mejor y más sincera crítica, ¿lo sabías?
Cuando supimos que estabas
enferma, pusimos manos a la obra. No había tiempo ni necesidad de llorar. Siguiendo las instrucciones del Doctor, anotamos
las citas en el calendario, cambiamos tu dieta, ajustamos todo para que
siguieras contenta. Y por más de dos años, seguiste corriendo por toda la casa,
robándote mis pantuflas, persiguiendo el Ferrari a control remoto de papá
humano, echándote clavados a tu propia alberca de pelotas, viajando con nosotros a
donde sea que íbamos de vacaciones.
Ganamos grandes batallas. Caídas
y recaídas ante las que negamos rendición alguna. Pero hoy perdimos la guerra.
Ayer habría sido el cumpleaños de Vlad, y como este tipo de incidentes son todo
menos raros en nuestra locuaz (y debo decirlo, también “ocurrente”) vida,
creímos que te perderíamos al anochecer, tal como había sucedido con él. Un regalo de cumpleaños para Vlad,
pensamos los dos, contra toda lógica.
Pero no podías irte. Quisiera
comprender por qué, aunque he
aprendido a que, en este tipo de situaciones, mi pregunta favorita queda
ineludiblemente sin respuesta. La noche fue larga, angustiante. Mentalmente,
hice una lista de todos los seres queridos que se han ido allá, al otro lado,
para pedirles su apoyo. Me espanté al notar que eran tantos. Pero cuando los
nombraba en mi mente imaginaba grandes luces doradas, y su calidez me
reconfortaba. De entre todos, destacaba mi Abuelita.
La ironía impregna mi vida. Tú
naciste el día exacto de su fallecimiento. Te conocí muchos meses después, pero
secretamente pensaba que eras un regalito que me ella misma nos había dejado. Estos
días la estuve soñando más de lo normal. Sentada a la mesa, con el resto de “las viejas” (como decía mi Abuelito,
única persona en el mundo de quien acepté semejante término, ya que siempre lo pronunciaba impregnándolo de su característico e infinito afecto hacia nosotras).
En mi sueño, mi Abuelita se veía
guapa y juvenil, como cuando yo era tan solo una “mirruña” (la palabra vino a mí en su tono de voz, tal como ella la
decía). Estaba lista para “echar chisme” con
las mujeres de la familia, cuando yo
la interrumpía para recordarle, “pero
Abue, estás muerta”. Entonces, soltaba una carcajada y me decía, “hija, yo no estoy muerta, ¿cómo crees?”.
Pasé la noche hablándole a ella,
a Vlad, a todos. “Por favor, muéstrenle
el camino”, oré, entre dormida y despierta. Amaneció. Seguías aquí, cada
vez más sedienta, pero ya sin poder tragar agua. Sin poder caminar. Sin poder
decirme qué hacer. Papá humano y yo tomamos una decisión y te llevamos.
Decidimos hacer lo impensable. Lo que habíamos acordado no hacer. Pero el
corazón roto de verte así nos hizo cambiar de opinión.
No es una experiencia que le
desee a nadie. A nadie. Aún cuando las personas hacen su mejor esfuerzo por hacer la experiencia lo menos dolorosa posible, no deja de ser impactante. Es un procedimiento tan fácil. Tan rápido. Supone ser
lo más misericordioso, sin embargo, sentí que era lo más antinatural. Sé que lo
hicimos guiados por el amor más puro en el mundo, pero este alivio nunca será
suficiente. Hace muchos años me vi orillada a tomar una decisión similar con mi
perrita, pero estaba lejos y no pude estar ahí para ella.
Con el tiempo he aprendido que
cada muerte es completa y absolutamente distinta a cualquier otra. Ninguna es
igual. Ninguna te hace más fuerte. Todas duelen. En todas, “pude haber hecho más”. Sin importar la intención, la entrega, la
ignorancia o el conocimiento, siempre “se
puede haber hecho más”.
De camino al hospital, la luz del sol bañó tu rostro y noté un ligero alivio en ti. Quizá, deseabas un último
viaje en el auto. O quizá, solo soy yo, queriendo encontrar sentido en donde no
lo hay. Sin importar lo que fuera, vi que disfrutaste de esos rayos de luz; de
su calidez sobre tu faz.
Por toda la ciudad han florecido
las Jacarandas. Esos árboles de los cuales brotan botones de color lila durante
la primavera. Cada año, espero el mes de marzo con anticipación, para llenarme
los ojos de su hermosura, para calentarme el corazón que a veces duele por
vivir en una de las metrópolis más grandes del mundo.
Su belleza es como una inyección
de vitaminas. Me recuerda que, aunque la humanidad se esmere en enterrar todo
bajo edificios de concreto que algún día quedarán en ruinas –que, a pesar de
que todo lo contagiemos de nuestra temporalidad, nuestra decadencia, aún
existen árboles que florecen en primavera. Que vuelven, una y otra vez, para
darnos cucharadas de lo eterno. Ahí donde nace la vida, fuera de nuestra mano
compulsiva y ambiciosa de control, es donde se manifiesta lo infinito.
Hoy te vi a los ojos. Te pedí
perdón. Te di las gracias. Te susurré mensajes para los que ya están allá. Te
abracé. Te besé. Te vi morir. Lloré, lloro y te seguiré llorando siempre.
(Nunca he podido dejar de llorarle a los que se van). Pero cuando vi de nuevo
las Jacarandas, comprendí que cada vez que florezcan, mi amor por ti se renovará
también en mi corazón. Te doy gracias y le doy gracias a la vida por seguirme
enseñando que el amor carece de forma. En el amor he hallado la máxima
expresión de libertad, ya que le son indiferentes el color, el género, la raza,
y sí, la especie inclusive.
Hoy te vi morir, pero estoy
segura de que naciste en espíritu, y que un día nos ayudarás a irnos también.
Cuando nuestros cuerpos mortales nos cieguen y nos llenen de miedo al ocaso,
formarás un camino de pétalos purpúreos, para guiarnos a donde solo hay lo que
tú nos diste: amor infinito.